Es difícil decir lo que quiero decir
es penoso negar lo que quiero negar

mejor no lo digo
mejor no lo niego.

Mario Benedetti. "EL PUSILÁNIME",
de "El olvido está lleno de memoria".

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lunes, 19 de noviembre de 2012

La dulzura de la voz


Llegó al páramo oscuro y para cuando subió a la cumbre no encontró la dulzura de la voz. No le dio importancia y plantó en su lengua piedras, y habló, y habló, y habló. Tenía tanto que decir, tanas ganas de hacer justicia.
Rodaron por la loma y abrieron las compuertas con su peso todas y cada una de las piedras, y se fueron a arrasar los campos. E hicieron justicia. Encendieron la pira y no se salvó ni uno de los herejes, ni uno. No se salvó tampoco la dulzura, ni la voz.
Y ella se encontró de golpe desnuda en el páramo, titiritando de frío, esperando que pasara algo. Una venganza. Una queja. Algo.
Que le volviera la voz al cuerpo, tal vez. Que le volviera la vida en éxodo, que la vistiera y la sacara de allí, corriendo.
Una excusa (una razón) para tener que resignarse y empezar de nuevo.

lunes, 18 de enero de 2010

Ensayo plástico

De caberme en el papel lo mucho que eres a lo grande y a lo largo y lo ancho y a lo profundo para mí en mi vida, me dedicaría en cuerpo y alma a consagrar cada hálito en atraparte entre cuatro márgenes, sin importar la extensión que ocupara dicho maravilloso word.
De poder dar un salto y meterte de golpe en la tercera dimensión aparcaría sin duda alguna la tarea anterior para volcarme a hacerte de carne y hueso. Te pediría incluso que no me molestaras, atraparte para siempre sería una prioridad muchísimo más prioritaria que disfrutarte a ti, que en esos momentos de obsesión creativa dejarías de ser el centro y razón de todo para convertirte en musa y modelo de impoluta castidad.

Pero no puedo.
Qué pena no saber copiarte.
Tendré que conformarme contigo, en vivo, en directo, en real, en volátil, en huidizo, en mutable, en cuerpo, en libre.
Qué mala suerte tengo.

jueves, 25 de junio de 2009

El problema

El problema no viene cuando colocas el sillón frente a la puerta, y por sistema te quedas callado observando la cerradura, con el oído a medio metro de donde suena el timbre, y te quedas inmóvil esperando el momento en que la llave gire dentro, o que el ring te haga brincar de un salto y lanzarte de cabeza a abrir la puerta, que sin lugar a dudas va a dar paso a la felicidad.

El problema no viene cuando pides a todos los que entran en tu saloncito que bajen la voz, que no te molesten, que sus cuchicheos impertinentes no te permiten oír con propiedad. Y les callas e incluso les echas, con el cuello y los hombros cargados de la sempiterna postura, con los ojos inyectados de tanto fijar la vista, satisfecho de tu pericia, de tu tesón, convencido de que nadie se merece más que tú la felicidad; que nadie más que tú la ha esperado con tantas ganas.

El problema viene cuando al abrirse la puerta, sin preguntar quién es, agarras al susodicho del brazo y le sientas a la mesa, y le sacas del congelador tu suculento plato, y le colocas en el equipo la selección de música que hace tanto tiempo hiciste para estos casos, y le cuentas cómo te ha ido el día, le preguntas con amor cómo le ha ido a él, o a ella. Y te fumas un cigarro encantado, o en su defecto te limitas a sentirte lleno, y pleno, y feliz.

El problema viene cuando él, o ella, consigue hacer que le escuches al decirte que es sólo el cartero, o sólo el vecino, o sólo alguien que pasaba por allí y claramente se ha confundido.
El problema viene cuando te sientes miserable por no haber conseguido que se quedara a cenar contigo para toda la vida. Cuando piensas que si te hubieras puesto esa otra camisa, si hubieras sacado ese otro plato, o puesto ese otro cd, todo habría sido distinto. Y lo acompañas a la puerta y lo ves marcharse, y ni siquiera puedes odiarle porque estás demasiado ocupado odiándote a ti por haber hecho otra vez lo que estás haciendo de nuevo ahora, sentarte en el sillón frente a la puerta, triste, solo, roto, engañado, pobre, escarmentado, o no, con la ilusión de que el azar te trate bien, y el próximo sea el último.

Así que tienes dos opciones: preguntar quién es, y a qué viene, antes de abrir la puerta, o repetir esta historia tantas veces como quieras o puedas.
Al fin y al cabo es una forma de vivir, como tantas otras.

miércoles, 22 de abril de 2009

Toc Toc

Ella siempre supo que antes o después siempre llega el final, de manera que cuando aquel principio tocó a su puerta perfectamente vestido de esmoquin negro con un ramo de flores, antes de cerrarla le dijo “No me interesas. Para que te voy a dejar entrar si tarde o temprano te voy a ver salir”.
El segundo principio era más tímido, más joven, pero obtuvo la misma respuesta.
Y así fue dejando pasar principio tras principio, creyéndose la más lista, creyendo que a ella nadie la haría llorar como en alguna ocasión lloraron sus vecinas. Creyéndose más fuerte, más sabia, más mujer; pasando los días sentada en su inmaculada habitación.
Que dejaran poco a poco de ir apareciendo principios poco le importó, eran viajes que ahorraba a la puerta, era saliva que no desperdiciaba diciendo no, y ella, cada vez más vieja, cada vez más débil, ya no se lo podía permitir. Todos y cada uno de esos principios no eran sino finales que astutamente había evitado llegar a conocer.
Hasta que un día volvieron a llamar a la puerta, y en esta ocasión no era un nuevo principio, sino el último, el único final. Y para su sorpresa, aquella vez no le dejaron decir no.

sábado, 4 de abril de 2009

Érase una vez

Érase una vez una joven que tenía casi la totalidad de su cuerpo lleno de cicatrices, y en una hoja apuntados, a modo de leyenda, la fecha y el culpable de todas ellas.

Ni qué decir tiene que huía de todos los demás, quizá por miedo a que algún golpe de viento levantara su camisa y descubriera sus rasguños, o quizá por temor a que la proximidad le fuera a hacer nuevos, sin avisar. Así que vagaba en gris y negro cada día, sabiendo que cualquier monocromo es siempre mejor que el dolor de la carne abierta.

Pero un día, sin darse cuenta, tropezó en un cepo y cayó al suelo, quedando atrapada irremediablemente. Al oír los gritos llegó corriendo el dueño, que sorprendido de encontrarla en tal situación se tiró instintivamente a ayudarla, descubriendo las cicatrices. Y preso de su ternura, y de su bondad, fue besando con paciencia cada una de ellas, mientras deshacía el cepo para que pudiera salir corriendo, de nuevo.

Por instinto se alejó de allí como alma que lleva el diablo, pero a los pocos minutos se dio cuenta de que ese hombre le había arrebatado la vergüenza, y el gris, y el negro. Y sola, de pie, en medio de ninguna parte, por primera vez pensó que no tenía sentido seguir corriendo.

martes, 24 de marzo de 2009

Helena Varaseca

Érase una vez un torreón con una princesa triste y espigada que solía pasarse la mitad del tiempo asomada a una minúscula ventana, añorando la felicidad que de vez en cuando le llegaba en ramalazos de aire fresco, pero sin valor para levantarse de la silla donde sus muchos gatos la enredaban.
Siempre triste, siempre esperando a que las cosas cambiaran. Haciendo y deshaciendo los bucles de su pelo negro y largo, maullido tras maullido, lágrima tras lágrima, corazón partido tras corazón partido. Y nadie la entendía, y nadie sabía que estaba ahí arriba, sufriendo tanto. Incluso las alegrías, por no ser compartidas, ya no la alegraban.
El mundo giraba y osaba seguir, pese a ella.
Y no veía mayor sentido a los días, que contar decepción tras decepción, y acumular sueño tras sueño. Y suspirar. Para nada.

Y un día, sin que fuera éste especialmente distinto, sin que hubiera ocurrido en su vida nada especial, la princesa, sin saber por qué, se levantó de la silla. Se despidió de cada uno de sus gatos, con mimo, con pena. Y los dejó callados, observándola. Abrió la puerta del torreón y bajó uno a uno cada peldaño, con cuidado, con nerviosismo.
Y al fin salió a la calle y el Sol le dio en la piel, y la sangre le bombeó fuerte en las piernas, y en el pecho, y en la cara. Y comenzó a saludar al frutero, al granero, al pastor de vacas, al jovenzuelo que llevaba años observándola desde abajo sin que ella tuviera la más remota idea.

Y es que para ser feliz sólo hay que quererlo, aunque a veces nos cueste tanto levantarnos de la silla.
Te prometo que serás feliz, Helena.
Te lo prometo....