El problema no viene cuando colocas el sillón frente a la puerta, y por sistema te quedas callado observando la cerradura, con el oído a medio metro de donde suena el timbre, y te quedas inmóvil esperando el momento en que la llave gire dentro, o que el ring te haga brincar de un salto y lanzarte de cabeza a abrir la puerta, que sin lugar a dudas va a dar paso a la felicidad.
El problema no viene cuando pides a todos los que entran en tu saloncito que bajen la voz, que no te molesten, que sus cuchicheos impertinentes no te permiten oír con propiedad. Y les callas e incluso les echas, con el cuello y los hombros cargados de la sempiterna postura, con los ojos inyectados de tanto fijar la vista, satisfecho de tu pericia, de tu tesón, convencido de que nadie se merece más que tú la felicidad; que nadie más que tú la ha esperado con tantas ganas.
El problema viene cuando al abrirse la puerta, sin preguntar quién es, agarras al susodicho del brazo y le sientas a la mesa, y le sacas del congelador tu suculento plato, y le colocas en el equipo la selección de música que hace tanto tiempo hiciste para estos casos, y le cuentas cómo te ha ido el día, le preguntas con amor cómo le ha ido a él, o a ella. Y te fumas un cigarro encantado, o en su defecto te limitas a sentirte lleno, y pleno, y feliz.
El problema viene cuando él, o ella, consigue hacer que le escuches al decirte que es sólo el cartero, o sólo el vecino, o sólo alguien que pasaba por allí y claramente se ha confundido.
El problema viene cuando te sientes miserable por no haber conseguido que se quedara a cenar contigo para toda la vida. Cuando piensas que si te hubieras puesto esa otra camisa, si hubieras sacado ese otro plato, o puesto ese otro cd, todo habría sido distinto. Y lo acompañas a la puerta y lo ves marcharse, y ni siquiera puedes odiarle porque estás demasiado ocupado odiándote a ti por haber hecho otra vez lo que estás haciendo de nuevo ahora, sentarte en el sillón frente a la puerta, triste, solo, roto, engañado, pobre, escarmentado, o no, con la ilusión de que el azar te trate bien, y el próximo sea el último.
Así que tienes dos opciones: preguntar quién es, y a qué viene, antes de abrir la puerta, o repetir esta historia tantas veces como quieras o puedas.
Al fin y al cabo es una forma de vivir, como tantas otras.