Hay partes de mí que se han quedado extraviadas en sitios a los que ya no podré volver, agujeros que como perros callejeros me siguen allá donde me escondo, sabuesos que se han vuelto, sin darme cuenta, huella impresa, dolorosa.
No se puede volver a donde uno ha sido feliz, dicen. Así ha de ser, hay que asumirlo.
Pasar página.
Pero desafiando a la lógica y a la justicia divina,
desafiando incluso a la justicia podrida que a sanarme esta búsqueda no acude, que a salvarme de la llama de este frío no se lanza,
tú si has vuelto.
Tú (que no mereces ni el derecho a merecer) has vuelto a mi calle Katalin, y tu sonrisa se me clava desde la acera como un puñal de hoja madura, más hondo aún porque agarras la empuñadura donde yo matara por plantar mi corazón.
Extraño ahora entre el sudor y la nada aquellas risas que rompían (como fuegos artificiales) cuando no era yo, sino yo, quién las reía,
y me limito a trenzar esta impotencia como tallos de mimbre seco con que levantar un deslucido trono desde el que maldecir la ausencia.
Un trono pedecedero desde el que extrañarme tanto (a mí),
y extrañarte tanto (a ti),
que no haya voz digna de portar mi pena, que no haya agua salada que merezca caer en tu nombre, que no haya más coartada al mundo que el silencio, más mudo testigo que mi rabia, más lustrosa joya que el dolor.
Pues ya vendí mi alma,
y no fue a Dios.