Me baño en el rocío
de tus ojos infantes,
-tiernos e
ingenuos- que desmigan
cada quiebro de
mi cuerpo
como quien mira
por primera vez y reconoce
lo que en cuentos
le ha narrado el deseo al oído.
Me escuchan como
quien oye lo que –adivina- debe ser
un canto de
sirena, y la sigue como un loco hasta romper
una a una todas
las olas con su fuego de madera.
Porque hace una
vida que no siento ya la mía,
que estoy sorda a
mi cuerpo y acallo mi alma,
y mis prioridades
se van ordenando una a una
de manera compulsiva
y racional.
No siento la
piel, todo es puro trámite,
tránsito hacia
algo que no está aquí
pero de aquí
depende.
No siento ya el
estómago, el hambre animal,
solo unas manecillas
viejas de reloj que acortan
con hilos de seda
blanca las horas;
agonía, abatimiento,
silencio;
calma, seguridad,
bienestar.
He tenido que
agarrarme a un recuerdo
para poder sentir
algo, retroceder
unos cuantos años
para -reflejada en la infancia-
volverme por unos
segundos poderosa de nuevo,
como un lucero
prendido en la oscuridad de la nada
capaz de guiar a
los errantes náufragos
hasta la perdida quietud
del alba.
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