Es difícil decir lo que quiero decir
es penoso negar lo que quiero negar

mejor no lo digo
mejor no lo niego.

Mario Benedetti. "EL PUSILÁNIME",
de "El olvido está lleno de memoria".

martes, 31 de marzo de 2020

La historia de la Luna

Relato finalizado el 23 de marzo de 2000

Relato ganador del Primer Premio de Narraciones Cortas de la Villa de Fuente-Álamo, 2000.
Relato ganador del Primer Premio de Narrativa del IES Juan Carlos I, Murcia, 2002.



Cuentan que lo que hoy es la Luna, un astro que refleja la luz del Sol, fue hace miles y miles de años un castillo hecho de oro blanco, plata y diamantes. Quizá por eso dicen algunos que lo que refleja los rayos del Sol son precisamente esos diamantes, y que los cráteres eran lagos donde se bañaba la Luna.

Hace mucho tiempo oí decir que la Luna era una mujer hermosísima, de ojos claros y cabello oscuro, un cabello plagado de estrellas. Cuentan que al morir la Luna, ese cabello se convirtió en la Noche.
Iba la Luna siempre vestida de blanco, y a todos irradiaba confianza y seguridad.
La Luna vivía en el castillo de oro blanco , plata y diamantes, en un lugar más arriba de las nubes, cerca de las estrellas. Muchos cuentan que sólo había dos formas de llegar a él: una era subiendo en un carro de estrellas tirado por dos cometas. Taronte era el conductor de este carro, y nadie era capaz de conducirlo excepto él, ya que sólo a él obedecían las estrellas.
La otra forma de acceder al castillo era montar en el barco de Caronte, un barco que surcaba los mares de la Noche, esquivando las estrellas. Tampoco era posible acceder a este barco sin permiso de Caronte, ya que sólo a él respetaba.

Puede decirse que aquí comienza esta historia. Nadie sabe si lo que voy a narrar es cierto. Puede ser fruto de mi imaginación y puede no serlo, pero, ¿Es eso importante?. Lo único que sé es que el amor, el dolor y el sufrimiento son tan reales como la Luna.

Ya hacía mucho tiempo que la Luna amaba calladamente al Sol. Lo veía tan distinto...Todo en él eran destellos de luz y calor. En cambio, ella no era más que una mujer triste y solitaria.
Era conocido en todo el firmamento que el Sol tenía una amante. La llamaban la Estrella Polar, y se consideraba afortunado a aquel que la hubiera visto. Decíase de ella que era la estrella más hermosa que jamás existió, y que era capaz de curar cualquier dolencia con sólo lanzar su fogosa mirada, con sólo mirar con sus ojos de fuego.
La Luna lloraba en silencio. Se sentía rota, y desde ese momento se encerró en su castillo con la intención de no salir jamás.

Antes de que la Estrella Polar entrara en escena, la Luna solía estar con el Sol. Juntos visitaban a sus amigos, iban juntos a cazar estrellas... Eran dos almas gemelas unidas por los gruesos lazos de la amistad.
Ella era feliz porque había encontrado en el Sol a un dios, a un ser perfecto y puro al que idolatrar, un hombre al que seguir por los caminos de la vida y, quizá, de la muerte.
Para el Sol , ella era la mejor amiga que podía desear. Pero todos los sentimientos del Sol para con la Luna se recogían en cinco dolorosas letras: una amiga.
Muchas veces iba el Sol clandestinamente al castillo de la Luna, desoyendo los consejos de su madre la Galaxia y de su padre el Cosmos, y le contaba a la Luna todos los secretos del cielo. Le contaba por qué las nubes lloraban, explicándole el ciclo del agua. Entre otras cosas, solía contarle cuál era su papel en la corte celestial.
-Yo soy el príncipe del cielo,-decía,-y tú eres la doctora, porque tienes el don de curar todos los males del alma. Cuando yo sea rey, tú estarás a mi lado, y así yo nunca me encontraré mal.
En esos momentos la Luna se sentía muy feliz. Se sentía mágica, y mostraba a los mortales su castillo con todo su esplendor. Era en esos momentos cuando se producía la Luna Llena.
A veces era ella la que visitaba al Sol. Se montaba en su carro estrellado, conducido por Taronte, y se detenía frente al castillo del Sol.
Era este castillo mucho más grande que el de la Luna. Estaba hecho de oro, un oro traído desde el lejano cielo de Orión, y en él vivía toda la corte celestial. Era famoso por estar rodeado de un espeso y enorme bosque de fuego, un bosque imposible de atravesar sin la ayuda de Aquileo, el gigante guardián del Castillo Dorado.
Como la Luna iba frecuentemente al castillo, era conocida por Aquileo, que siempre la ayudaba a cruzar el bosque de fuego.
El Sol se ponía muy contento, y permanecía junto a la Luna todo el tiempo.

Pero cada día eran más escasas esas visitas, y, como era de esperar, acabó llegando el día en que el Sol dejó de ver a la Luna.
Ella no entendía este repentino cambio de actitud. “¿Qué he hecho mal?”, pensaba la pobre Luna. “¿Acaso mi torpe ignorancia le ha molestado? Soy una estúpida. Es lógico que él me rechace. Hablar conmigo debe ser una tortura, un insulto a su brillante inteligencia.”
Sin duda la Luna se subestimaba. Comenzó a creer que era tonta e inútil, y eso la fue consumiendo. “¿Por qué no viene a verme?¿Tan pronto ha olvidado los ojos de cielo que tanto admiraba en mí?¿Es una amistad de años tan frágil como para desvanecerse en un sólo instante?”. Éstas y otras preguntas la atormentaban cada día , haciéndola frágil y pesimista.

La Luna lo comprendió todo cuando el Sol la invitó a un banquete real.
Caronte la llevó en su barca de oro hasta el castillo de fuego. Allí la esperaba Aquileo, que la ayudó a cruzar el bosque. “¡Cuánto tiempo, señorita¡”, la saludó Aquileo. “¡Cuánto tiempo hacía que yo no veía una cara tan hermosa como la de usted!”.
En esa fiesta se reunió casi toda la corte celestial. Las sirenas cantaban en sus burbujas de mar, y todo el mundo bailaba y reía sin cesar. Todos menos la dulce Luna, que se sentó en un rincón, dispuesta a rechazar cualquier tipo de acercamiento que intentara llevar a cabo cierta mujer de ojos verdes, de aquella mujer conocida como la Alegría.
Cuando todos estaban eufóricos, (en parte gracias al magnífico vino), el rey Cosmos se levantó y dijo:

-Queridos hijos e hijas de mis dominios y de mi corazón, tengo el placer de comunicaros que mi amado hijo, el Sol, ha decidido pedir en matrimonio a la más linda estrella de todo mi vasto reino: la Estrella Polar.

El Sol se levantó, cogió de la mano a la bellísima Estrella Polar y la sacó a bailar. Todo el mundo siguió su ejemplo. Todos menos la pobre Luna.
La Luna se dirigió hacia la puerta. Sabía que si la cruzaba  y salía del castillo, jamás volvería. Pero ya nada se le había perdido en aquel lugar. “No me gusta estar donde no hago falta”, pensó.
Ya se iba, cuando el Sol la vio y se dirigió a ella.

-¡Hola, Luna !¿Sabes que cada día estás más guapa?-dijo. -De verdad me alegro de que hayas venido. No habría sido todo tan hermoso si no hubieras venido. Me alegro de que no haya sucedido eso. Dime, Luna, ¿Qué te parece mi prometida? ¿Verdad que es preciosa?
-Sí que lo es, Sol. Es la más bonita de todo el cielo. Que seas feliz, hermano.

Cuando Caronte la llevó a su castillo de plata, oro blanco y diamantes, se encerró con la intención de no salir jamás. Privó a los humanos de la Tierra de su sonrisa, de su comprensión y de su cariño. No asistió a la boda de su amado príncipe, ni alumbró con su cálida sonrisa las oscuras y lúgubres noches.
La gente creó la luz artificial mediante la electricidad, y la sonrisa de la Luna, que antaño ayudaba a las personas, ya no fue necesaria. Por eso, entre otras cosas, la Luna cayó en el más triste olvido.
Todos la olvidaron.
Todos menos el Sol.

El Sol no era feliz en su matrimonio. La Estrella Polar era una mujer extraordinaria, pero su corazón no estaba hecho para amar. Ella era una persona muy independiente, y no permitía a nadie descorrer el velo de sus sentimientos. “Antes muerta que descubierta”, decía sonriendo. Solía irse de viaje durante muchos días. “Debo respirar, cariño”, se excusaba. “Sabes tan bien como yo que soy incapaz de estar aquí sin hacer nada. No nací para ser señora de, amor mío. Yo debo respirar libertad.”
En sus muchos viajes, el Sol se quedaba solo, solo entre una inmensidad de siervos. Solo ante sus sentimientos. Le costó dos huidas de su señora descubrir la verdad: él amaba a su Luna. Siempre la había amado. Amaba su dulzura, su alegría, su madurez, su don... Ese don que la hacía única, diferente. Ese don de salvarte de la pena con sólo unas palabras. Siempre la había amado, y por un capricho de sus estúpidos ojos todo había salido mal.

Pronto se enteró de la serena tristeza que embargaba a su Luna. Se enteró por un buen amigo de que la Luna sólo salía de su castillo por la noche.
-Suele subirse en su carro o en su barco, mi rey, y se dirige al monte del Dolor. Allí llora y llora, majestad, y arranca las estrellas de su pelo. Lo hace cada día, y los humanos se quejan de esta constante lluvia de estrellas. Pero ella sólo llora y llora. Se está volviendo loca, y está perdiendo fuerzas. Su frágil cuerpo se va volviendo transparente, y ella se niega a venir a verle, mi señor.

Era sabido que el Sol no podía salir de su castillo por la noche. Por eso encargó a una bruja del cielo de Marte una pócima que le hiciera invisible, y un día oscuro, la bruja se la entregó.
Ésa noche el Sol siguió a la Luna. La vio tan frágil y hermosa que olvidó al resto del mundo. Y pudo ver como ella lloraba. Jamás vio el Sol nada más triste que esa escena, y se marchó a su castillo. Se había acercado a ella y había podido ver que su cuerpo estaba vacío. Ya no había alma bajo su blanca piel. Y al verla así la amó más que nunca.

Una noche, volvió la Estrella Polar de uno de sus viajes. El Sol salió a su encuentro y le habló con una dureza y un desprecio infinitos, diciéndole:
-Tú has sido mi desgracia. Tú has destrozado mi vida.¡Malditos tú y el día en que te conocí!
-Pero,¿qué te he hecho yo?
-Vete. Vete donde yo no pueda verte. Te destierro al Polo Norte.¡Vete!
Y la Estrella tuvo que irse hacia su destierro. Jamás comprendió por qué había locura en los ojos de su marido.

Todas las noches iba el Sol a espiar a la Luna. Y cada noche estaba ella más delgada y pálida.
Pero una noche la encontró serena y sonriente. El Sol estaba inquieto. Cuando más oscuro estaba el cielo, una mujer vestida de negro se acercó a la Luna.

-Me alegro de que hayas venido finalmente. Te he esperado ya mucho tiempo.-dijo la Luna.
-¿Estás ya lista?
-Sí.

El Sol pudo ver como la mujer de negro desaparecía y la Luna caía al suelo sin vida.
Él cogió aquel cuerpo y lo llevó a su castillo. Se encerró con lo único que le quedaba de su amada en la torre más alta de su hogar, y allí se quedó.

Cuentan que todavía hoy está allá arriba, con el cuerpo de la Luna entre sus brazos, esperando a la mujer de negro para que le guíe por los caminos de la oscuridad, con el fin de encontrar en el reino de las luces infinitas a su único y verdadero amor: la Luna.


1 comentario:

ELRAYAn dijo...

precioso. Como estás?