Es difícil decir lo que quiero decir
es penoso negar lo que quiero negar

mejor no lo digo
mejor no lo niego.

Mario Benedetti. "EL PUSILÁNIME",
de "El olvido está lleno de memoria".

martes, 31 de marzo de 2020

Lola frente al espejo


Relato finalizado el 2 de mayo de 2000

“¿Quién soy yo?”, te preguntabas aquellas escasas veces en las que tu cabeza respiraba aliviada, sin la presencia amenazante de tus estúpidos pensamientos. “¿Quién soy yo?”, te preguntabas frente al espejo. Y siempre decías lo mismo: “Una chica guapa, sin duda”. Ya nadie podía apartar la sonrisa de tu joven rostro.
Recuerdo como, al llegar del instituto, tirabas la mochila sobre la cama y corrías a sentarte en tu sillón, aquel sillón de mimbre blanco donde pasabas las horas muertas, al lado de la ventana, al lado del teléfono, al lado del espejo. Y no hacías nada, te limitabas a mirar al infinito en tu pequeña habitación. Soñabas con tantas cosas que volaban las horas muertas...
Y luego, rápidamente, debido a tu oculta inteligencia, hacías todos los deberes antes de cenar.
¿Recuerdas tú la cantidad de horas que pasabas frente a tu armario blanco? Observabas cada prenda con mimo, casi con reverencia, pues toda tu ropa era capaz de hacer de ti una diosa, de realzar la perfección de tu cuerpo y la hermosura de tu rostro.
Siempre te pintabas las uñas en el sillón de mimbre blanco. Aquellas uñas, tan largas, tan fuertes, tan finas... Uñas que recibían horas y horas de cuidados, al igual que el resto de tu cuerpo.
Porque tú sólo te dedicabas a cuidarte, ¿lo recuerdas?. Nunca pensabas en el futuro, ni en tus cualidades, ni en tu inteligencia; sólo pensabas en explotar tu cuerpo, en arrancar de los hombres el deseo y de las mujeres la envidia.
Y en realidad no tenías amigos. La gente interesante prescindía de ti, y los demás sólo se juntaban contigo por conveniencia. Tan sólo Nati te seguía, presa de una admiración sin límites. Demasiada admiración quizá, pues nunca fue capaz de corregirte cuando te equivocabas.
¿Recuerdas las horas que pasabas pegada al teléfono, inmersa en conversaciones frívolas e idiotas?
Sí, lo recuerdas, como también recuerdas aquellas otras veces, tan escasas como especiales, en las que tu mundo te parecía tan pequeño como absurdo, y deseabas abrirte, conocer nuevas cosas, nuevas experiencias...
 Entonces, sólo entonces, te lo preguntabas. Sólo entonces comprendías cuán pobre era tu vida, cuántas cosas te perdías. Comprendías que eras sólo el reflejo de lo que podías ser, que aún quedaba mucho que dar en ti.
Entonces te preguntabas “¿Quién soy yo?”, y buceabas dentro de ti tratando de adivinarlo. Nunca te respondías. Cerrabas los ojos y te rendías. “Una chica guapa, sin duda.” Y seguías mirándote y pensando en qué ropa te pondrías, en que chico conquistarías.
Y entonces apareció él, ¿recuerdas? Y su presencia cambió tu vida...

*          *          *         *         *

Apenas dieciséis años y su presencia extraña, arrolladora. Llegó nuevo a tu clase, y se sentaba siempre solo en aquel pupitre, alejado de los demás. ¿Recuerdas su mirada enigmática, sabia?
Un papel clandestino de las filas de atrás te reveló su nombre, David. Te decía también que era un año mayor que tú, que había llegado nuevo a la ciudad y nadie sabía nada de él. Fue entonces cuando lo miraste y él te miró, cuando ya antes de cruzar una palabra vuestras almas se unieron. Cómo olvidar lo que sentiste en ese instante, aquella sacudida desconocida que volvió de púrpura tu pálido rostro. Y retiraste la mirada asustada, sabedora de que jamás habías sentido lo que tus ojos vislumbraron aquella primera vez.
Llegaba el último y se marchaba el primero, ¿te acuerdas?. Se cruzaba de brazos y te
observaba, enigmático, despertando en ti una curiosidad sin límites, un deseo irrefrenable de conocer nuevos mundos, de explorar nuevos horizontes.
Desde que llegó habías cambiado lentamente. Quizá no te diste cuenta, pero tu conducta era ligeramente diferente. Cuando te sentabas en el viejo sillón de mimbre blanco ya no pensabas en tu ropa, ni en tus admiradores. Mirabas por la ventana, y tu mirada se perdía más allá del horizonte. De hecho, recuerdo que comenzaste a morderte las uñas...    
Y cómo olvidar aquel día lluvioso de Octubre, cuando te llegó su primera nota, el primer encuentro. Sí, como olvidarlo, pues fue el inicio de una larga y dura carrera contra ti misma...

*          *          *          *          *

Aquel día llovía suavemente. Se formaban pequeños charcos bajo tus pies, y con alegría los saltabas como si volvieras a tu infancia.
Nunca le habías prestado atención a la lluvia, ¿recuerdas?. Era para ti algo molesto, sucio. La lluvia era para ti un problema, la necesidad de cargar con aquel horrible paraguas de lunares rojos sobre fondo negro. Pero aquella tarde fue diferente. Cuando llegaste al lugar acordado él ya estaba allí. La lluvia mojaba su rostro, y caían las gotas por su piel como perlas marinas. Estaba tan hermoso que se te antojó una aparición... Fue cuando pensaste por primera vez que la lluvia puede ser también bella, ¿recuerdas?
Te acercaste a él, temerosa. No sabías que quería de ti... Y entonces comenzasteis a caminar en silencio, los dos bajo tu paraguas.
Seguro que todavía te acuerdas de aquella tarde, estuvisteis hablando largo tiempo. Le contaste cosas que jamás le habías dicho a nadie, ¿recuerdas?, y él te dijo que venía de una ciudad apartada, que vivía con sus padres y su hermana pequeña. Te contó que nunca había tenido amigos, que su vida eran los libros y su sueño era escribir. Junto a él comprendiste que tus sueños, de tenerlos, estaban escondidos...
Recuerdo aquella tarde fría de diciembre, cuando te sentaste en tu sillón de mimbre blanco. Llevabas entre las manos un libro viejo y roto, un libro breve y usado que él te regaló aquel día. Nunca habías leído nada que no fuera lectura obligada. ¡Sé lo que pensaste! Pensaste que debías leerlo porque te lo preguntaría, pero la perspectiva de leer no era muy grata para ti. Y aquella tarde fue el comienzo de tu metamorfosis, aunque no te dieras cuenta. Aquella tarde abriste un camino hacia lo desconocido, hacia la literatura. Con aquel libro te adentraste en pensamientos ocultos para ti, pusiste nombre a sentimientos que hasta entonces creías únicos. Aquella tarde, con ese libro en tus manos, comenzaste a vislumbrar una realidad que con el tiempo acabaría afianzándose, la idea de que lo esencial es invisible a los ojos.
No sería aquél el último libro que leerías. Recuerdo que fuiste llenando de historias las estanterías donde antaño dormían horribles peluches, y guardaste sobre todo aquellos manuscritos que él escribía, cuentos hermosos que lo acercaban a ti cuando no estabais cerca.
Desde que él estaba a tu lado veías la vida de un color diferente. Desde que él estaba contigo, veías mas allá de lo que siempre habías mirado.
Recuerdo cuando te mirabas al espejo. Repasabas con el azul de tus ojos la armonía de tu rostro, clavabas tu pupila en el cristal y pensabas. “¿Quién soy yo?”, te preguntabas frente al espejo. Podías responder tantas cosas que no sabías qué decir.
Recuerdo cuando soltabas el vaho en tu ventana y escribías en él tu nombre, tu nombre y el suyo; o cuando te tumbabas en la cama con la música muy alta, tratando de ocultar tu melancolía, melancolía del adolescente, del que piensa. 
Seguías viéndole, ¿recuerdas? Y ya no te preocupabas por un grano o algún otro problema idiota. Ya no tenías que vender tu imagen... Sí, amiga mía, habías ganado.

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