Es difícil decir lo que quiero decir
es penoso negar lo que quiero negar

mejor no lo digo
mejor no lo niego.

Mario Benedetti. "EL PUSILÁNIME",
de "El olvido está lleno de memoria".

martes, 31 de marzo de 2020

“Soy un fue, y un será, y un es cansado" (Quevedo)

Relato finalizado el 7 de marzo del 2003


Estaba de pie, frente a ella. Sus manos la tocaban con una tranquilidad inusual para ser la primera vez que estaban juntos. La miraba y apenas sentía nada. Era guapa, y estaba enamorada, pero él no sentía nada. Recordó que con aquella otra chica todo había sido diferente. Ella... ¡Con ella no dejaba de sentir nervios! Sus ojos no cesaban de buscarla, pero ya no la amaba. Acaso nunca la amó. Acaso la amaba todavía... Y sin embargo, no era a ella a quien estaba besando ahora...
Las luces de la discoteca le impedían verla bien, aunque ya la conocía. Una chica fácil, dos años menor, con novio. Y allí estaba, ofreciéndose a él. Y él estaba allí, dudoso. Porque no sentía nada por ella, pero...¿Quién se resiste a una noche de placer?
La tenía enfrente y no sabía que hacer. No tenía mucha experiencia... La verdad es que sólo había besado a una chica, aquella chica. Nunca había necesitado besar a ninguna otra, nunca había necesitado a nadie más... Y él era muy tímido. Nunca se hubiera declarado a nadie, salvo a ella, que siempre había estado tan cerca de él. De hecho, ahora no estaría ahí si aquella chica no le hubiera llamado, desesperada, suplicante.
¿Cómo se daba un beso...?La apretó contra sí y acercó sus labios, primero despacio, asustado, y después más rápido. Seguro que sus amigos estarían cerca, observándolo. Y ella, que a pesar de todo, seguía estando ahí, al margen, esperando.
La besaba muy rápido, con violencia. Ya no era nadie, sólo un cuerpo en el que apagar el fuego que le quemaba. Y también el cuerpo era diferente... ¡Cuánto distaba aquella niña de las curvas de mujer que le habían abrazado en las noches de amor que pasaba con ella! No podía soltarla, y sin embargo, no era a ella a quien besaba...
Se separaron. Ella lo miró, amorosa, satisfecha. Él estaba confuso. La acarició despacio, desde el cuello hasta morir la espalda. ¿Qué hacía allí, con ella? Los besos no habían sido como los recordaba, (acaso los deformara la memoria...); antes moría por ellos, un beso era un mundo, con ella todo desaparecía... Pero ahora no. Eran besos vacíos, desesperados. Besos de nada...
A veces la había echado de menos. Recordaba aquellos momentos juntos, todo. La conocía desde siempre, pero ella nunca dejaba de sorprenderle, en ocasiones tan sumisa y otras, sin embargo, tan salvaje...; divertida unas veces y melancólica otras... Sabía que sólo con besarle el cuello ya era totalmente suya, que moría por morderle el labio, suavemente, con amor... Muy en el fondo, hubiera deseado que fuera ella la que estaba enfrente...Y quizá hubiera sido posible. Ella todavía lo amaba. Siempre le había amado. Se lo había dicho no hacía mucho, y aún sin eso lo hubiera adivinado. ¡Todos lo notaban! Sabía que sus sentimientos no habían cambiado, que ella hubiera hecho cualquier cosa por él; por eso a veces se sentía incómodo a su lado. No quería abusar de su amor, era como profanar algo santo. Pero sus sentimientos sí que habían cambiado. O eso creía él... Pero, entonces, por qué no dejaba de pensar en ella mientras era a otra a quien besaba?
El lunes triunfaría. Todos le mirarían con respeto, “ya eres un hombre de verdad, duro, de elite”. Y también él se sentía orgulloso. Un sólo rollo y ya había aumentado su amor propio... Levantó la vista mientras la chica permanecía aferrada a él. Miró a su alrededor. Ojalá algún chico lo estuviera mirando con envidia...
Localizó a sus amigos. Le observaban, orgullosos de que su colega estuviera con una chica, envidiosos por no ser ellos, curiosos. Y entonces descubrió unos ojos grises, aquellos ojos de antaño, de siempre. Los ojos de ella. No pudo dejar de observarla, sus ojos le retenían, le ataban a ella.  Estaba de pie, mirándole. Sonreía. Aún en aquellos momentos, cuando el alma se le estaba rompiendo, sonreía para que él no se sintiera culpable. Siempre lo había hecho, disimular la tristeza, ocultarle los problemas para no preocuparle, intentar animarle. Pero sus ojos la delataban. Parecían los de una estatua, fijos en él, duros, firmes, la cara tensa. Toda ella tratando de contener las lágrimas.  Ella, la primera, la única hasta esa noche. La miró, tratando de adivinar qué estaba pensando, y le pareció ver despecho, desilusión, tristeza. Le pareció contemplar un sueño desmoronándose. Sus ojos decían “nunca más”, sus ojos decían “te quiero”. Pero a él no le importaba, porque ya no había nada entre ellos. O al menos no debía importarle... Y entonces, aquellos ojos grises se apartaron de él, y descendieron para ver, impotentes, como la chica trepaba por su cuello hasta alcanzar la boca y comenzar un beso. Pero él no podía apartar los ojos de ella, y vio cómo se daba la vuelta y comenzaba a bailar, dejándole atrás, ya infinitamente lejos de él, para siempre.
Entonces él se fundió en un largo y patético beso, y todo dejó de importarle.

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