Es difícil decir lo que quiero decir
es penoso negar lo que quiero negar

mejor no lo digo
mejor no lo niego.

Mario Benedetti. "EL PUSILÁNIME",
de "El olvido está lleno de memoria".

sábado, 30 de julio de 2011

Entonces uno vuelve a casa.

Entonces uno vuelve a casa. Bueno, uno vuelve, más bien, a donde manda las maletas, a donde están sus padres, sus amigos, la familia. A lo que siempre ha (había) sido su casa, vamos. No se puede negar que ahora casa es un concepto más abierto, la familia es ahora un término bastante más universal, más repartido, variopinto y cosmopolita, y a la amistad se le añaden matices que no valían antes, ni tampoco valdrán después, para el resto de los casos.

Uno vuelve a casa y trae a mitades melancolía y ganas de recuperar el tiempo, y a una misma vez se da cuenta que ya no sabe ni quiere ser sin aquéllos con quienes ha sido tanto tiempo, pero que no hay sitio para ellos en la nueva-vieja-vida a la que se ha vuelto. Hay que soltar amarras y dejarlos ir, empequeñecer su recuerdo y limitarlo a un par de objetos guardados, a fotos estratégicamente colocadas. A una sensación de valentía nueva, una mirada distinta, como de corazón roto, curtido, maduro. Inteligencia emocional.

Uno vuelve a casa y la casa ya no le parece tan bonita. O si eres afortunado tal vez sí, pero hay algo que falla, hay muebles que molestan, ausencias que taladran. Y comprende que así es la vida, y comienza poco a poco a intentar reconstruir su identidad, salvando un poquito de aquí, otro poquito de allá, adaptándose a las normas de las que ya se había olvidado.

Y es duro. Duele comprobar que esa personalidad inventada desde cero cuando uno está fuera no es tan auténtica donde aquí ya todos te conocen, desde mucho antes de que soñaras con la posibilidad siquiera de ser distinto. Y tus mismos amigos, a los que amas, los que te han guardado el hueco y te quieren de vuelta intacto, te obligan, inconscientemente, a ser esa persona a la que quieren, ese carácter definido al que tanto han añorado. Pero si eres valiente concilias, negocias, luchas, e intentas sutilmente meter sutiles cambios que te dejen, sin defraudar a nadie, seguir sintiéndote dueño de ti mismo, hecho a tu medida, diferente, renovado, limpio, con ganas de asombrar al mundo, de asombrase uno mismo, poniendo a punto otra vez esas cosas que nunca hice, esos hobbies que dejé olvidados.

Una vuelve a casa y hecha tanto de menos su casa de antes, que le duele ver en las paredes las fotos ridículas que pegó cuando tenía dieciocho años y que hace mucho que ya no importan nada. Y las tira. Y por fin tira las cartas de infancia, tira jarrones, y flores, tira llaveros, ropa, zapatos, libros, y los tickets del cine de algún par de exnovios. Limpia las paredes y da una mano de pintura, y el dormitorio se convierte en un punto de partida neutro, en una sacudida de manos donde la victoria es simplemente no permitirse una derrota, aunque ésta vez no haya ganador.

Y uno vuelve, y cuando vuelve aún no sabe que de noche el corazón se le pondrá pequeño, que en los bares ya no podrá pedirse esa cerveza con esa persona con las que te has tomado tantas, no se compartirá más veces el desayuno, ni las tardes femeninas, ni las películas en el salón con tés de hierba, por ejemplo. Que no podrá ya comentar anécdotas porque nadie aquí las habrá vivido, y la distancia pondrá polvo de por medio con aquellos que ahora dicen prometerte, como tú les prometes a ellos, amor eterno, atención continua, y el mismo hueco en el alma, para siempre.

Pero a la tristeza, a la nostalgia y a la pena, al final le podrá la desidia, el aturdimiento, la falta de parámetros. A la añoranza le podrá la necesidad de sobrevivir, de adaptarse al medio, de encajar. Y el tiempo, que todo lo cura, también curará esto.

Y lo que durante un año ha sido tu vida, pasará a ser tan sólo un año de tu vida, por mucho que ahora a uno se le rompa el alma sólo de imaginarse que podría existir siquiera esa remota posibilidad.

La memoria del cuerpo

El cuerpo conserva memoria, eso es una verdad indiscutible (por lo menos en mi blog, y cuando lo diga yo), que seguro podrá justificarse (cosa que beneficiaría a la credibilidad del comentario dicho previamente) desde los distintos ámbitos de la ciencia y la psicología.

Pero de esas muchas memorias que lo enriquecen o torturan (que de todo hay), la que me centra hoy es la memoria de los músculos, o de la resistencia deportiva en general. ¿Y por qué? Porque yo lo valgo.

Hace tres semanas me apunté al gimnasio tras un año sin actividad física. Un verano en el postoperatorio (in)oportuno, y 10 meses atrapada en un pueblo sin facilidades deportivas, propiciaron a mala idea que todos los éxitos cosechados por mi inconmensurable esfuerzo, vocación y vigorexia (que aquellos que me conozcan habrán podido seguir en mi ya viejo diario corporal, “CUERPO”) se diluyeran como sudor apestoso por mi piel de naranja y melocotón, por mi piel lechosa a claroscuros celulíticos, e hicieron que mis poco desarrollados músculos, todavía imberbes e incipientes, huyeran de un cuerpo que se había convertido en cobijo de cerveza, grasas saturadas y sedentarismo nocivo, barato y pesado.

Pues sí, señores. Tras un año completo de realizar 2 horas de deporte entre 5 y 7 días por semana, al volver a casa me encuentro con que entro en los pantalones con excesiva y bajonera dificultad, y que mi forma corporal (o contorno seductorio, como lo queramos llamar), ha hecho decrecer mi autoestima a unos niveles muchos más bajos de los que estaba antes de que se me ocurriera si quiera hacer deporte, antes de paladear la miel del esfuerzo satisfactorio.¿ Y por qué? Porque antes me daba igual estar gorda, y ahora ya no.

Me apunté hace tres semanas (por retomar ya el hilo conductor a un par de párrafos más arriba y dar así consistencia a esta narración) y me embutí en un par de mallas, recorriendo ya sin tranvía gratis los 20 minutos que me separan de ese centro donde la promesa de hacerme sudar no lleva implícita una garantía de hacerme adelgazar, que si se me permite es aún si cabe más importante. Pero yo no desfallezco. Si me costó 6 meses perder un par de kilos, debo ser paciente ahora.

Me subí a la cinta con lágrimas en los ojos, hacía mucho que no nos medíamos ella y yo. Pero sorprendentemente, quién lo hubiera dicho, la distancia ente ambas no era tan grande como yo lo hubiera imaginado, ni tampoco la piscina me opuso demasiada resistencia, y descubrí entonces que efectivamente el cuerpo sí que conserva memoria, y que aunque no estoy al nivel que estaba cuando lo dejé, podría considerarme en un estado equivalente al que tenía tras 6 meses de entrenamiento diario el año pasado, lo que es muchísimo más optimista de lo esperado.

Este descubrimiento me ha alegrado no sólo porque me ha permitido escribir algo en este diario, totalmente abandonado de la mano de Dios, o al menos de la mía, pero también porque ha puesto alas a mis pies sin necesidad de Redbull ni de drogas (que además de peligrosas son calóricas), salvo la serotonina que segregan mis circuitos de recompensa al comprobar que el deporte va a volver a mi vida de forma gradual y poco dolorosa.

Así que si no pasa nada, empieza de nuevo CUERPO, y con él una, espero, mejora de la solidez y el volumen de mis vergüenzas lípidas, que tanto me agrian el carácter y el verano.
No desfallezcáis, gordos del mundo. Podemos dejar de serlo.
O intentarlo.
(O conformarnos con nuestro estado, pero eso es otra historia).