Es difícil decir lo que quiero decir
es penoso negar lo que quiero negar

mejor no lo digo
mejor no lo niego.

Mario Benedetti. "EL PUSILÁNIME",
de "El olvido está lleno de memoria".

sábado, 30 de julio de 2011

La memoria del cuerpo

El cuerpo conserva memoria, eso es una verdad indiscutible (por lo menos en mi blog, y cuando lo diga yo), que seguro podrá justificarse (cosa que beneficiaría a la credibilidad del comentario dicho previamente) desde los distintos ámbitos de la ciencia y la psicología.

Pero de esas muchas memorias que lo enriquecen o torturan (que de todo hay), la que me centra hoy es la memoria de los músculos, o de la resistencia deportiva en general. ¿Y por qué? Porque yo lo valgo.

Hace tres semanas me apunté al gimnasio tras un año sin actividad física. Un verano en el postoperatorio (in)oportuno, y 10 meses atrapada en un pueblo sin facilidades deportivas, propiciaron a mala idea que todos los éxitos cosechados por mi inconmensurable esfuerzo, vocación y vigorexia (que aquellos que me conozcan habrán podido seguir en mi ya viejo diario corporal, “CUERPO”) se diluyeran como sudor apestoso por mi piel de naranja y melocotón, por mi piel lechosa a claroscuros celulíticos, e hicieron que mis poco desarrollados músculos, todavía imberbes e incipientes, huyeran de un cuerpo que se había convertido en cobijo de cerveza, grasas saturadas y sedentarismo nocivo, barato y pesado.

Pues sí, señores. Tras un año completo de realizar 2 horas de deporte entre 5 y 7 días por semana, al volver a casa me encuentro con que entro en los pantalones con excesiva y bajonera dificultad, y que mi forma corporal (o contorno seductorio, como lo queramos llamar), ha hecho decrecer mi autoestima a unos niveles muchos más bajos de los que estaba antes de que se me ocurriera si quiera hacer deporte, antes de paladear la miel del esfuerzo satisfactorio.¿ Y por qué? Porque antes me daba igual estar gorda, y ahora ya no.

Me apunté hace tres semanas (por retomar ya el hilo conductor a un par de párrafos más arriba y dar así consistencia a esta narración) y me embutí en un par de mallas, recorriendo ya sin tranvía gratis los 20 minutos que me separan de ese centro donde la promesa de hacerme sudar no lleva implícita una garantía de hacerme adelgazar, que si se me permite es aún si cabe más importante. Pero yo no desfallezco. Si me costó 6 meses perder un par de kilos, debo ser paciente ahora.

Me subí a la cinta con lágrimas en los ojos, hacía mucho que no nos medíamos ella y yo. Pero sorprendentemente, quién lo hubiera dicho, la distancia ente ambas no era tan grande como yo lo hubiera imaginado, ni tampoco la piscina me opuso demasiada resistencia, y descubrí entonces que efectivamente el cuerpo sí que conserva memoria, y que aunque no estoy al nivel que estaba cuando lo dejé, podría considerarme en un estado equivalente al que tenía tras 6 meses de entrenamiento diario el año pasado, lo que es muchísimo más optimista de lo esperado.

Este descubrimiento me ha alegrado no sólo porque me ha permitido escribir algo en este diario, totalmente abandonado de la mano de Dios, o al menos de la mía, pero también porque ha puesto alas a mis pies sin necesidad de Redbull ni de drogas (que además de peligrosas son calóricas), salvo la serotonina que segregan mis circuitos de recompensa al comprobar que el deporte va a volver a mi vida de forma gradual y poco dolorosa.

Así que si no pasa nada, empieza de nuevo CUERPO, y con él una, espero, mejora de la solidez y el volumen de mis vergüenzas lípidas, que tanto me agrian el carácter y el verano.
No desfallezcáis, gordos del mundo. Podemos dejar de serlo.
O intentarlo.
(O conformarnos con nuestro estado, pero eso es otra historia).

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