Entonces uno vuelve a casa. Bueno, uno vuelve, más bien, a donde manda las maletas, a donde están sus padres, sus amigos, la familia. A lo que siempre ha (había) sido su casa, vamos. No se puede negar que ahora casa es un concepto más abierto, la familia es ahora un término bastante más universal, más repartido, variopinto y cosmopolita, y a la amistad se le añaden matices que no valían antes, ni tampoco valdrán después, para el resto de los casos.
Uno vuelve a casa y trae a mitades melancolía y ganas de recuperar el tiempo, y a una misma vez se da cuenta que ya no sabe ni quiere ser sin aquéllos con quienes ha sido tanto tiempo, pero que no hay sitio para ellos en la nueva-vieja-vida a la que se ha vuelto. Hay que soltar amarras y dejarlos ir, empequeñecer su recuerdo y limitarlo a un par de objetos guardados, a fotos estratégicamente colocadas. A una sensación de valentía nueva, una mirada distinta, como de corazón roto, curtido, maduro. Inteligencia emocional.
Uno vuelve a casa y la casa ya no le parece tan bonita. O si eres afortunado tal vez sí, pero hay algo que falla, hay muebles que molestan, ausencias que taladran. Y comprende que así es la vida, y comienza poco a poco a intentar reconstruir su identidad, salvando un poquito de aquí, otro poquito de allá, adaptándose a las normas de las que ya se había olvidado.
Y es duro. Duele comprobar que esa personalidad inventada desde cero cuando uno está fuera no es tan auténtica donde aquí ya todos te conocen, desde mucho antes de que soñaras con la posibilidad siquiera de ser distinto. Y tus mismos amigos, a los que amas, los que te han guardado el hueco y te quieren de vuelta intacto, te obligan, inconscientemente, a ser esa persona a la que quieren, ese carácter definido al que tanto han añorado. Pero si eres valiente concilias, negocias, luchas, e intentas sutilmente meter sutiles cambios que te dejen, sin defraudar a nadie, seguir sintiéndote dueño de ti mismo, hecho a tu medida, diferente, renovado, limpio, con ganas de asombrar al mundo, de asombrase uno mismo, poniendo a punto otra vez esas cosas que nunca hice, esos hobbies que dejé olvidados.
Una vuelve a casa y hecha tanto de menos su casa de antes, que le duele ver en las paredes las fotos ridículas que pegó cuando tenía dieciocho años y que hace mucho que ya no importan nada. Y las tira. Y por fin tira las cartas de infancia, tira jarrones, y flores, tira llaveros, ropa, zapatos, libros, y los tickets del cine de algún par de exnovios. Limpia las paredes y da una mano de pintura, y el dormitorio se convierte en un punto de partida neutro, en una sacudida de manos donde la victoria es simplemente no permitirse una derrota, aunque ésta vez no haya ganador.
Y uno vuelve, y cuando vuelve aún no sabe que de noche el corazón se le pondrá pequeño, que en los bares ya no podrá pedirse esa cerveza con esa persona con las que te has tomado tantas, no se compartirá más veces el desayuno, ni las tardes femeninas, ni las películas en el salón con tés de hierba, por ejemplo. Que no podrá ya comentar anécdotas porque nadie aquí las habrá vivido, y la distancia pondrá polvo de por medio con aquellos que ahora dicen prometerte, como tú les prometes a ellos, amor eterno, atención continua, y el mismo hueco en el alma, para siempre.
Pero a la tristeza, a la nostalgia y a la pena, al final le podrá la desidia, el aturdimiento, la falta de parámetros. A la añoranza le podrá la necesidad de sobrevivir, de adaptarse al medio, de encajar. Y el tiempo, que todo lo cura, también curará esto.
Y lo que durante un año ha sido tu vida, pasará a ser tan sólo un año de tu vida, por mucho que ahora a uno se le rompa el alma sólo de imaginarse que podría existir siquiera esa remota posibilidad.