Muerdes la yugular del halcón abatido en mitad del vuelo, que cae al suelo sin haber tenido tiempo de despedirse de la vida.
Goteas y manchas de rojo y de nada los campos que vieron la sombra del que ya no los sobrevolará más, pues lo has matado.
Clavas estacas en las puertas, y a los groznes de las ventanas los llenas de tierra para que chirríen y a media noche no dejen dormir a nadie.
A sabiendas.
Miro tu actuar impasible, ajena a todo.
Saber de ti ya no me da ni frío.
Pensar-en-ti ya no existe en mi diccionario.
El halcón revive una y otra vez, pero de tus manos la sangre seca nunca salta...
Nunca salta.
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