* * *
Cuando Nayara abrió los ojos se encontraba en un lugar que no conocía, un lago de aguas verdes y cielo nublado. No recordaba cómo había llegado a aquel sitio ni cuánto tiempo llevaba allí, pero no le importó, porque aquel lugar la hipnotizaba. La atmósfera invernal no la deprimía, al contrario, parecía transportarla al cielo. Deslizó sus ojos hacia el suelo, y descubrió que toda ella había cambiado; se encontraba encerrada en un hermoso cuerpo de mujer. Se observó paralizada, algo no andaba bien. ¿Qué hacía ella dentro de algo superior a sí misma? Ella nunca había conocido el tacto, la piel, y todo aquello era una experiencia demasiado nueva para ella. Por eso no pudo reprimir las lágrimas mientras se palpaba, mientras acariciaba los cabellos negros que seguían más abajo de la cintura, traspasándola, tirabuzones como culebras que la hacían sentirse infinitamente extraña. Pero entonces se detuvo, pues vio con asombrosa claridad a aquel hombre del que estaba enamorada, acercándose tan desnudo como estaba ella. Le veía acortar distancias, cada paso era una espera semejante a un pequeño infierno, y ella no podía moverse. En unos instantes lo tenía frente a sí, las piernas comenzaron a flaquear y por primera vez conoció los latidos de un corazón, pues los nivaides no tenían ninguno. Entonces él, con una ternura que ella nunca conociera, pasó su mano por aquellas mejillas encendidas, acariciándole el rostro por completo, acariciando sus párpados y deteniéndose, finalmente, en sus labios. Era como si cada lugar que el acariciara floreciera, como si donde el había tocado se hiciera real de repente.
Y Nayara creyó morir, pues nunca había sentido algo tan fuerte y tan simple como una caricia, y la cárcel en la que creía estar prisionera se convirtió, de repente, en el único transporte hacia la felicidad. Entonces sintió un torbellino de colores, una angustia insoportable, y abrió los ojos. Tan sólo las estrellas y la noche aparecían junto a ella, y comprendió con amargura que todo había sido un sueño. Miró con tristeza el lugar, ahora vacío, donde antes había estado la piel, pero ya no le daba igual. Después de haber conocido la felicidad, su verdadera naturaleza sólo la torturaba. Entonces tuvo la certeza de que, de tener lágrimas, ahora estaría llorando...
Cuando Nayara abrió los ojos se encontraba en un lugar que no conocía, un lago de aguas verdes y cielo nublado. No recordaba cómo había llegado a aquel sitio ni cuánto tiempo llevaba allí, pero no le importó, porque aquel lugar la hipnotizaba. La atmósfera invernal no la deprimía, al contrario, parecía transportarla al cielo. Deslizó sus ojos hacia el suelo, y descubrió que toda ella había cambiado; se encontraba encerrada en un hermoso cuerpo de mujer. Se observó paralizada, algo no andaba bien. ¿Qué hacía ella dentro de algo superior a sí misma? Ella nunca había conocido el tacto, la piel, y todo aquello era una experiencia demasiado nueva para ella. Por eso no pudo reprimir las lágrimas mientras se palpaba, mientras acariciaba los cabellos negros que seguían más abajo de la cintura, traspasándola, tirabuzones como culebras que la hacían sentirse infinitamente extraña. Pero entonces se detuvo, pues vio con asombrosa claridad a aquel hombre del que estaba enamorada, acercándose tan desnudo como estaba ella. Le veía acortar distancias, cada paso era una espera semejante a un pequeño infierno, y ella no podía moverse. En unos instantes lo tenía frente a sí, las piernas comenzaron a flaquear y por primera vez conoció los latidos de un corazón, pues los nivaides no tenían ninguno. Entonces él, con una ternura que ella nunca conociera, pasó su mano por aquellas mejillas encendidas, acariciándole el rostro por completo, acariciando sus párpados y deteniéndose, finalmente, en sus labios. Era como si cada lugar que el acariciara floreciera, como si donde el había tocado se hiciera real de repente.
Y Nayara creyó morir, pues nunca había sentido algo tan fuerte y tan simple como una caricia, y la cárcel en la que creía estar prisionera se convirtió, de repente, en el único transporte hacia la felicidad. Entonces sintió un torbellino de colores, una angustia insoportable, y abrió los ojos. Tan sólo las estrellas y la noche aparecían junto a ella, y comprendió con amargura que todo había sido un sueño. Miró con tristeza el lugar, ahora vacío, donde antes había estado la piel, pero ya no le daba igual. Después de haber conocido la felicidad, su verdadera naturaleza sólo la torturaba. Entonces tuvo la certeza de que, de tener lágrimas, ahora estaría llorando...
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