Es difícil decir lo que quiero decir
es penoso negar lo que quiero negar

mejor no lo digo
mejor no lo niego.

Mario Benedetti. "EL PUSILÁNIME",
de "El olvido está lleno de memoria".

jueves, 2 de octubre de 2008

Autorretrato

Al fondo del espejo se asoma un animal herido que mira temeroso a quien se refleja en el otro lado, a quien le observa con curiosidad científica y lápiz y papel en la mano, a ese alguien que soy yo. El estudiante. El observador.
El animal es hembra y tiene el pelo del color del cieno, del color de la cebada que dejó de ser cebada para ser carbón, para ser carne de llama, y entre el fuego desparecer, para ser otra cosa diferente. Y luego otra. Y luego otra. Como pasa siempre.

Los ojos con que mira no son grandes, ni son pequeños, aunque son bonitos. Pero siempre los entorna porque es sensible a la luz, porque se muestra reticente a lo que hay, porque sólo hace caso a las imágenes de puertas para dentro, de pestañas hacia dentro. Sólo mira con agrado lo que se inventa. Lo que se imagina. Lo que quiere ver. Amapolas de rojo bermellón. Cielos de azul grisáceo. Cielos de azul ojo.
Pero a ella le gustan sus visiones. No los quiere abrir. No quiere mirar lo que le dicen que mire. Siempre de pestañas para dentro. Así es feliz.
Relativamente feliz.

Tiene el animal en cuestión una nariz clásica, podríamos definir. No desentona con el resto de la cara, su hocico le da personalidad. Además qué importa la forma que tenga la nariz, se nota que hace tiempo no huele nada que le agrade. Se nota que en su casa ya no hay olores que la taladren. Y la nariz comienza a arrugarse poco a poco, desaparece por momentos, se mete entre la carne, hacia dentro. Ya no sirve para nada. Para qué quiere una nariz ella. Para qué.

Sus orejas no le gustan y se las tapa siempre con el pelo. Por eso no oye nada, aunque oye mucho más de lo que debería. Por eso aún se le repite lo que oyó aquel día. Estos animales tienen una memoria atroz.

Sus manos son pequeñas, manos de mujer. Los dedos tienen el tamaño de los lápices de color, y sólo para colorear sirven, sólo para escribir se mueven. No son las manos del que fuma. Las manos del que bebe. No llevan la piel de los trabajos, ni la piel de las caricias. Las suyas son las manos que se agitan convulsas cuando alguien las ve.

En cambio, los labios y la boca sí son grandes. Es la boca de quien protesta y patalea, de quien no se cansa de pedir. De pedirle a los demás que sean como ella. De pedirle a la vida que le de tregua, que le de guerra, que pedir no requiere esfuerzo. De pedirse a sí misma ser otra cosa, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra y otra y otra vez.
Sin embargo, son unos labios pálidos. Apenas se observan si el estudiante no está atento, si no investiga con sigilo dónde están, si no mide con los dedos la distancia que los separa de los ojos.
Porque son labios que hablan ilusiones, pero que callan miedos. El típico par de labios que no defiende lo que hay dentro. El típico modelo de boca que no sabe decir NO. Y con un gran agujero en medio. Realmente típico ejemplo de esos que pierden la fuerza por la boca.
Pero se los pinta de rojo, de rojo amapola bermellón, siempre antes de salir de caza, para que no se note. Para que no lo huelan los demás. Para que no la hieran. Para disfrazarse de otro tipo de animal.

Siempre se le va la vida en el intento de vivirla. En el proyecto de actuación. Se queda en el boceto que nunca lleva a cabo porque surge un boceto siempre más nuevo, que tiene que apresurarse a apuntar, antes de que se le escape. Por si no le vuelve a ver. Por si se le olvida.
Y por eso no ve venir las cosas, pues tiene los ojos y la nariz y las orejas y la boca vueltos hacia abajo, y las manos trabajando en manchas inservibles. Por eso no ve venir las uñas que le rasgan las carnes, ni tiene el instinto avezado de quien conoce al enemigo. Por eso ella va rasguñada una y otra vez, como ahora la veo al fondo del espejo, acurrucada en uno de los lados, con cara lastimera, con cara de pena y de decepción.

Seguro que piensa que es la última de su especie.

Seguro que lo piensa, porque aún sigue con los ojos entornados.

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